Por Carlos Morales1
A las personas integrantes de los pueblos indígenas se les ha quitado todo: territorios, recursos naturales, saberes ancestrales, proyectos de vida y se les ha colocado en el rincón obscuro de la pobreza. El proyecto educativo de José Vasconcelos les arrancó la lengua: miles de maestros de las misiones culturales asesinaron a las lenguas indígenas de este país.
En la Colonia fueron la mano de obra gratuita que atenazados por el fuete español construyeron los monumentos coloniales que adornan las ciudades coloniales. El bellísimo templo de Santo domingo fue construido con las lágrimas y el dolor de nuestras abuelas y abuelos.
En esa época, los pueblos indígenas de México fueron obligados a abandonar sus tierras y lugares sagrados: construyeron las zonas de refugio alejados de los centros de poder. Ahí siguen: sin carreteras, sin salud, sin alimentos. Pero hasta allá llegó el estado para concesionar el subsuelo: 31, 567 títulos mineros por todo el país. Al gobierno no le ha importado que en la superficie habiten pueblos y comunidades indígenas, ha concesionado el oro y la plata del subsuelo a las voraces mineras canadienses.
En la Independencia pusieron el cuerpo ante los cañones del ejército realista. Benito Juárez convalidó el arrancamiento de cabelleras a los apaches: otorgó al gobierno de Chihuahua 50 pesos oro por cabellera.
Discriminados por el sector mayoritario de la población a la palabra “indio” se le añadió la connotación de tontos, sucios y pobres. La discriminación, fortalecida desde la época de oro del cine mexicano y desde las televisoras, generaron en las propias personas indígenas el desaprecio a su propia cultura. Llegamos al extremo de convertir, en los años treinta, la imagen del hacendado español, el charro del Bajío, en el símbolo de este país.
Pero en Oaxaca sucedió algo diferente.
En Oaxaca siempre estuvo presente el orgullo por el origen. Aquí nunca nos llamamos indígenas, nos llamamos biniza, ayuuk, mero ikot: gentes del país de las nubes, personas de la palabra verdadera, personas que corren veloces como el venado.
Y en Oaxaca (y en todo el sureste) hace algunos años empezamos a dar una lucha por nuestra cultura. Por nuestro patrimonio cultural inmaterial que es lo único que nos queda.
La lucha se dio en las calles y fue iniciada por las mujeres. Poco a poco empezaron a llevar los huipiles a las calles. Los huipiles salieron de las comunidades y llegaron a la ciudad. Las oaxaqueñas que habitan en otras ciudades portan con orgullo sus huipiles en las plazas públicas y en las oficinas.
Aunque las llamen “mayitas” cada vez que una mujer oaxaqueña usa un huipil está haciendo un acto de resistencia contra la discriminación, la homogeneización y el olvido.
Pero los huipiles y la indumentaria indígena no son simples prendas de vestir desde la perspectiva occidentalizada. La ropa occidentalizada está creada con fines estrictamente comerciales. Hay una industria de la vanidad que se aprovecha de la necesidad de aceptación de los seres humanos.
Las prendas indígenas no responden a esta lógica. En la indumentaria indígena está reflejada la iconografía, los sueños y las aspiraciones de las artesanas y artesanos. Los diseños identifican a cada pueblo, a cada comunidad, a cada artesana y artesano.
Las aves, coyotes y tortugas y las flores y las hojas y los símbolos dibujados en el telar o con la aguja y los hilos de colores, no sólo tienen propósitos estéticos, también tienen como propósito relatar historias, testimoniar sueños, construir mundos alternativos.
“Los textiles son los códices que el invasor no pudo destruir.” Cada vez que usamos nuestras prendas indígenas o nos curamos con nuestra medicina tradicional, o hablamos nuestra lengua o exigimos que en los procesos judiciales se tome en cuenta nuestra especificidad cultural, estamos haciendo un acto de resistencia. No es moda es un movimiento contrahegemónico.
Por eso ha ocasionado tanta indignación que las empresarias y empresarios de la llamada moda étnica pretendan lucrar con nuestras prendas indígenas. Se auto llaman diseñadores pero solo son plagiadores de las ideas de las artesanas y artesanos. Recortadores de la iconografía que adhieren a telas descontextualizando la ancestralidad.
Nos quitaron los territorios, concesionaron nuestro subsuelo, vendieron nuestro aire, nos relegaron a los territorios más inhóspitos, nos negaron los servicios de salud, nos excluyeron del sistema educativo, pero cuando vieron que nuestra indumentaria podría generarles dinero ahora también pretenden apropiarse de ello.
México es un país de leyes. De leyes que no se cumplen. No obstante el fracaso de la ley anti PET y de la ley contra la comida chatarra queremos una ley más: la Ley del Patrimonio biocultural Inmaterial de los Pueblos y comunidades Indígenas y afromexicana de Oaxaca.
Esta ley no deberá ser solamente declarativa como la Ley Federal. Deberá tener dientes: la orden de construir el inventario del patrimonio biocultural inmaterial de los pueblos indígenas y el juicio de protección al patrimonio cultural inmaterial.
Es necesario crear el inventario para que todos los pueblos y comunidades inscriban continuamente sus creaciones y saberes y los Pineda y los Morán sepan que los bordados e iconografías tienen dueños colectivos, que no es susceptible de apropiación. Deberá ser biocultural para proteger plantas y animales sagrados y nuestros saberes, medicina y gastronomía. Hace algunos años robaron a los mayas la penicilina y a los arhuacos el barbasco.
Y es necesario el juicio de protección para que sean las propias comunidades las que acudan ante la Sala de Justicia Indígena a defenderse contra la voracidad de los depredadores culturales. Es hora de llevar ante los tribunales a quienes se enriquecen con nuestra cultura.
1 Abogado zapoteco del Istmo de Tehuantepec. Presidente de Litigio Estratégico Indígena A.C.
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